Llevo
una semana de travesía, inmóvil. Cada mañana salgo de mi tienda y
veo el mismo espectáculo: escorpiones que corren a esconderse y
saltan como pulgas a zambullirse en la arena, varios arroyos de arena
movidos por el viento, y frente a mí, una duna.
Una duna bella, que
se me antoja suave, ocre, mansa, pero a la vez una duna móvil y
esquiva. La caricia del sol temprano deja sobre su lomo un rebufo de
bestia perezosa, música del desierto. Como cada mañana trato de
alcanzarla, de continuar así mi viaje. Pero me resulta imposible. Al
poner mi pie a su lado, la duna se aplana, se escapa, y surge un poco
más allá. Tampoco es posible rodearla, pues se desplaza al ritmo de
mis pasos, justo con ellos.
Cansada de este baile absurdo, apoyo las
manos en la arena y la contemplo, tratando de desentrañar su enigma.
Cojo un poco de arena y la dejo caer entre mis dedos, creyendo hacer
tiempo, o tratando de perderlo. Es una arena rugosa, que tiene la
textura de piel curtida, como escamas. Me tumbo, sin miedo ya a los
alacranes, y siento la respiración de la tierra que se infla y se
desinfla. Es entonces cuando sé que nunca llegaré a mi destino,
cuando tengo la certeza de que el desierto es un enorme camello, con
sus chepas. Un animal desolado, que a ratos muda su piel antigua,
salpicando de sílice mi rostro. Enterrándome poco a poco en su
paisaje, al igual que hace, cada mañana, con sus pulgas. Al igual
que hizo, también, con el mar.