Había llegado a la estación de trenes de Paddington, donde haría el intercambio de recuerdos pactado con los gestores de tiempo, justo en el momento en que las campanas de la catedral daban las doce. Les había enviado una misiva, meses antes, con claras intenciones de cambiar de vida, y una vez expuestos mis motivos habían accedido a mi ruego. Así que me encontraba en el andén, atento a cualquier señal que evidenciara su llegada. Por lo que sabía, el preámbulo a su presencia iba acompañado por un breve remolino de aire seguido de una melodía, y algo de lluvia de colores; y esperando que parte de ese cuadro se pintara frente a mí, movía los ojos al acecho de cualquier indicio de ínfima tormenta.
Mi mundo se detuvo cuando vi a un grupo de hombres uniformados en cuyos pasos me pareció adivinar una escueta sinfonía. Contuve la respiración cuando se situaron frente a mí y me sonrieron de manera monocorde, con un rictus repetido de cara en cara. Estuve seguro de que eran ellos, porque de sus bombines caían minúsculas gotas de agua. Me alisé el traje ya en pie, dispuesto a decirles que estaba preparado, cuando de pronto uno de ellos me apartó sin cortesía para dirigirse a la señora que en el banco de al lado acariciaba a un pequinés. Sin duda, no era a mí, a quien buscaban, pues rompieron su presencia con miladies y agasajos hacia la dama. Volví a mi postura original, sintiendo que el corazón se me arrugaba y empecé a preguntarme si todo aquello no formaría parte de una estafa, o incluso si yo mismo, había inventado toda esa trama para escapar de mi rutina.
Miré una vez más el maletín, donde descansaban, dormidos y quietos, como glóbulos inertes, los recuerdos, como una sucesión incansable de acontecimientos, de los que ahora pretendía desasirme. El reloj de bolsillo, con su esfera llena de polvo, y un lento tic-tac, me pesaba como un lastre que me anclaba a aquel banco de madera. El tiempo transcurría despacio y caprichoso y decidí encenderme una pipa. Las volutas de humo me recordaron mis primeras incursiones en el mundo de la investigación, cuando yo aún era un joven que quería resolver los misterios y desvelar falsificadores de diamantes. Si el olor es capaz de trasportarnos más allá del escenario que ven nuestros ojos, ahora era el aroma del Latakia el que me llevaba, como a un niño de la mano, hasta las noches de insomnio en las que las suposiciones, y quebraderos de cabeza, eran mis invitados de honor. Fueron muchas recompensas a mi esfuerzo, se escribieron ríos de tinta sobre mis métodos deductivos, pero eso no llenaba el vacío que deja la fama a su paso, y ahora, Watson, me inclinaba más por una existencia tranquila, lejos de la gran urbe. Esta fue la única condición que puse a los gestores de tiempo: vivir en el campo.
Rellené el cazo de mi pipa de espuma de mar, por segunda vez, y tras pasar largos minutos en los que me sumí en divagaciones de la más diversa índole, observé cómo el humo se filtraba entre la lluvia que caía, formando una capa transparente que separaba mi pasado y mi futuro sin remedio. Vi el remolino y oí una melodía que era nada menos que el sonido de las gotas de lluvia resbalando por un arcoíris del tamaño de un dedal. Algo inolvidable.
Pero ocurrió, mi querido, que ese momento en el que la pequeña tempestad y la música me hicieron creer en la llegada de los hombrecillos del tiempo, que me acompañarían hasta el tren que debía tomar (y que sólo ellos sabían), ese instante, como digo, pasó de largo a través de mi, arrebatándome el maletín.
No es difícil imaginar que un gran desasosiego se adueñó de mi voluntad, mientras veía cómo un papel se colocaba entre mis manos, y gran parte de mis recuerdos se esfumaban lejos.
La nota, escrita con exquisita caligrafía y en cuyo envés se adivinaba el distintivo de la congregación a la que asignaba mis recuerdos, decía así:
Bienvenido a su nueva existencia señor.
Dado que usted impuso una condición, que estamos dispuestos a concederle, hemos convenido que, como contrapartida, sea usted el primero en una serie de experimentos acerca de un hecho que de cuando en cuando se está repitiendo: el arrepentimiento por parte de los tomadores de nuevas vidas.
Creemos en usted, tanto como en nuestros métodos, por lo que nos vemos en la obligación de advertirle que mantendrá muchos de sus recuerdos, su nombre, y habilidades.
Sin más, y deseándole una feliz estancia, le hacemos entrega, junto a su nueva vida, de una pequeña charca en el campo…
Cuando terminé de leerla, un aire con olor a musgo, me trasportó como un relámpago hasta la charca donde ahora habito, Watson. Esto es un horror, se quién soy, no he olvidado cómo se escribe ni como se lee, incluso hablo, pero este aspecto viscoso, y esta alimentación a base de mosquitos me está matando. Rescáteme, se lo ruego.
Buena dedicatoria, Ángeles, te mueves de miedo en las distancias largas (creo que ya te lo he dicho mil veces) Y que buena noticia lo del futuro libro :D estoy deseando tenerlo en mi vitrina. Besos
ResponderEliminarGracias Maite, sí me lo has dicho alguna vez más. Por cierto lo del libro es una ilusión, así que si a tu vitrina no le importa tendrá que esperar un poquito...
ResponderEliminarbesos
¿Ves, mi querida Ángela Anónima? ¿A qué escribir tan chiquito cuando puedes hacer estas maravillas?
ResponderEliminarNo sé de que manera puede uno agradecer semejante regalo. Cada párrafo tiene su momento sublime... o mejor dicho, sus momentos sublimes. De verdad, me has dejado patidifuso, con el corazón contento y esta sonrisa de payaso que a este paso me dura hasta mi próximo cumpleaños...
De corazón (contento),... gracias.
Alguna vez te lo he dicho, para mí, crear estas cosas tan largas son algo a elogiar, así que enhorabuena.
ResponderEliminarEnhorabuena también a Kum*...
... Y yo también quiero ese libro.
Besitos
Me encantó, Ángeles, muy buen cuento, te atrapa y no te suelta hasta el final.Te felicito. Pobre Sherlock!
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué bueno, Ángeles!!!
ResponderEliminarHe tardado en leerlo porque no tenía un momento de paz suficiente para deleitarme con tus letras.
Pobre Sherlock!!!
Abrazos
Me fascinan las imágenes que pintas en tus textos, Ángeles. De una historia fantástica, como tu imaginación. Miré todos los formatos en Google Reader (donde leo) y éste me gusta más. Buena dedicatoria, y éxito con su trabajo.
ResponderEliminarPor cierto que hoy te recordé en mi lectura de camión, cuando leí el fragmento de William Blake:
"Ver un mundo en un grano de arena y un cielo en una flor silvestre. Tener el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora".
Abrazos.