A mi
abuela no la recuerdo tricontando, ni haciendo ganchillo. La recuerdo paseando
la azadilla y el rastrillo por el salón, entregada a sus cultivos domésticos.
Su pequeña casita reunía vegetales que tapizaban el suelo y empapelaban las
paredes con flores y pequeños esquejes. Me gustaba visitarla porque la cocina
no olía a fritos, sino a jazmines y rosas. Cada estancia asumía sus tallos y raíces.
Por ejemplo, el cuarto de baño, pequeño como un invernadero de balcón, tenía en
el centro una taza llena de hojitas que te hacía dudar de la seguridad de tus
posaderas. Tirar de la cadena me divertía, porque me sentía como Tarzán en la
selva, agarrado a la liana que colgaba de la cisterna, rebotando una y otra vez
en un espejo lleno de musgos. Siempre fue así la abuela, su casa. Mi madre dice
que ella creció entre potos, dalias y algún que otro cactus cuando la abuela se
enfadaba, pero que no ha heredado esa manía suya por la jardinería, ni esa
fijación por podarse las uñas y untarse abono en los talones. El día del
entierro aún le crecían geranios en las plantas de los pies.
De una ternura y poesía maravillosas.
ResponderEliminarGracias Cyb :-)
ResponderEliminarQué bonito
ResponderEliminarcuánta poesía en tan breve espacio
en tan pocas palabras.
y seguro que le sentaban muy bien.
ResponderEliminarBesos, Bellos sentimientos aquí. Enhorabuena por el micro.