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lunes, 24 de junio de 2013

Sus labores


A mi abuela no la recuerdo tricontando, ni haciendo ganchillo. La recuerdo paseando la azadilla y el rastrillo por el salón, entregada a sus cultivos domésticos. Su pequeña casita reunía vegetales que tapizaban el suelo y empapelaban las paredes con flores y pequeños esquejes. Me gustaba visitarla porque la cocina no olía a fritos, sino a jazmines y rosas. Cada estancia asumía sus tallos y raíces. Por ejemplo, el cuarto de baño, pequeño como un invernadero de balcón, tenía en el centro una taza llena de hojitas que te hacía dudar de la seguridad de tus posaderas. Tirar de la cadena me divertía, porque me sentía como Tarzán en la selva, agarrado a la liana que colgaba de la cisterna, rebotando una y otra vez en un espejo lleno de musgos. Siempre fue así la abuela, su casa. Mi madre dice que ella creció entre potos, dalias y algún que otro cactus cuando la abuela se enfadaba, pero que no ha heredado esa manía suya por la jardinería, ni esa fijación por podarse las uñas y untarse abono en los talones. El día del entierro aún le crecían geranios en las plantas de los pies.

Microrrelato enviado al Vendaval 2013


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