El hombre que ha perdido la
boca decide implantarse una. Le enseñan, en la clínica, un muestrario. Las hay
poliméricas, de silicona, de materiales pioneros como la cerámica
superplástica, todos, eso sí, dotados con mecanismos que se injertan en los
nervios de la cara para otorgar, en cada movimiento, la máxima naturalidad. Su
mantenimiento es sencillo. Las de aire requieren un inflador y llevan, de
regalo, un set de parches por si la presión introducida es superior a la que el
material podría resistir; las de silicona, unas jeringas con las que ir
reponiendo posibles pérdidas, como las producidas cuando se agrietan los labios
en invierno, o las acontecidas por mordeduras en el envés del carillo. Las
lenguas son todas de cerdo, como los dientes, los cuales llevan a parte el
coste del dentista. El hombre insiste en que quiere algo natural, un trasplante
de boca humana, así lo deja escrito en la libreta que guarda en el bolsillo de
su americana. Escribe que está seguro que algún finado donó su boca para la
ciencia y que él es un hombre de ciencia. De lo contrario, no se hubiera
presentado voluntario para el estudio de la universidad sobre regeneración
bucal. El comercial, nuevo en su puesto, se agobia y empieza a buscar, entre
los archivadores abandonados por el comercial anterior, algo que satisfaga las
expectativas del cliente; sabe que es su primera venta, y si no logra pasar la
prueba lo echarán a la calle. Encuentra, mientras piensa en las mañanas
perdidas en las colas de la oficina de desempleo, un archivador, esta vez sí,
con bocas naturales. El hombre mira las fotos y se imagina
cómo quedará con cada una de ellas. Hay una, en concreto, que le llama la
atención y ya no puede seguir imaginándose con otra. Escribe que quiere esa
boca. El comercial le dice que esa boca es justo la más cara y que aún no la
han recibido, que los pedidos de ese archivador se hacen por encargo; lo dice mientras lo lee de la
solapa interior de la carpeta. Les costará unos días, tal vez un par de semanas,
traerla hasta la clínica. Sigue leyendo y le endosa un formulario de encargo,
donde debe adjuntar su foto (por posibles incompatibilidades estéticas) y datos
como su nombre, teléfono, dirección y el código de la boca que desea, que lo
encontrará al pie de la foto (el comercial no puede evitar reírse ante esta
última frase, pues imagina una foto con un pie, que desea otro pie, cuyo código
se encuentra, a su vez, al pie de otra foto.) Contento por su trámite, se
levanta de la silla y estrecha la mano del hombre que ha perdido la boca. El
comercial se queda prendado de la mano que ase la suya con confianza y ya no
puede imaginarse con otra. Tampoco cree que pueda esperar unos días, tal vez un
par de semanas.