Invocando al otoño

Cuando llega el otoño, el mar se repliega sobre si mismo, adquiriendo dimensiones insólitas, mínimas. Quedan, en un horizonte de la memoria marina, sus especies, las que lo habitaron sin condiciones y se ven ahora forzadas a congregarse en una orquesta de bocas y tentáculos, de aletas y escamas, que claman ora una estación donde apearse, ora un falso billete de vuelta, siempre una esperanza.

Asoman a esta peculiar ranura, medusas que flirtean con ballenas, caballos de mar con alma de acróbatas, peces espada que abandonan la contienda y multitud de bancos de sardinas desorientadas. Y las tortugas, claro, que regresan a desovar a su isla y se sienten reinas de un carnaval precipitado a lomos de intrépidos cangrejos.

Y es que el otoño todo lo cambia. A los bosques les causa una suerte de expansión y ceden sus hojas al viento, cubriendo las orillas sin piedad, abrigando las fosas abisales con un tul de incertidumbre, trampas mortales. Las cordilleras oceánicas demandan sus nieves, pero solo alcanzan un acorde de cosquillas azarosas, cumbre de su existencia.

Sin embargo el remolino de emociones que causa el otoño, unos lo tomamos con optimismo, otros con desidia. Yo, me instalaría en un otoño de por vida, de no ser por que desaparece, poco a poco, el asombro al descubrir un remoto navío o una caracola que la marea ha arrastrado en su constante náusea.